Debajo de la cruz de Cristo una sombra y refugio existe fuera del alcance del calor abrasador de la santa ira del Justo. El Dios justo derrama su enojo contra el vil pecador, como yo. Justo y merecido, no puedo hacer ningún reclamo. No es una injusticia. No es una sobrerreacción. Es el debido castigo por mis delitos y la paga proporcionada por mi iniquidad. Lamentable es, pero en ningún sentido puedo negar que sea apropiada.
Sin embargo, Dios no quiso ser solamente el Justo sino también buscó ser el que justifica al pecador. Su diseño no fue solamente dejarnos sufrir, por muy justificado que sea el sufrimiento. Por ser también grande en misericordia y amor proveyó un refugio en el momento en que derramó su ira. Cuando necesitábamos algo capaz de absorber, contener o desviar su ira bajando hacia nosotros desde el cielo, Dios mismo lo proveyó.
¿Qué cosa será capaz de aguantar la intensidad de la ira de Dios? ¿Qué podrá tomar esto en mi lugar? No ¿qué? sino ¿quién? Ya que soy ser humano, el que tome mi lugar tiene que ser un ser humano. Ningún objeto sin vida, ningún animal, ninguna obra de mis manos es digno de tomar mi lugar. Tiene que ser un ser humano.
Y, no puede ser cualquier ser humano. Tiene que ser uno que no tenga que sufrir su propio castigo. Tiene que ser un ser humano que haya tenido oportunidad de desviarse, pero sin pecado. Una orden bastante difícil de cumplir.
Y, no puede ser cualquier ser humano sin pecado, sino que tiene que ser un ser humano sin pecado quien se ofrece libremente. Tiene que ser un voluntario. Debe tener la disposición de ofrecerse para recibir este enojo divino sin necesidad propia, sino solamente para el bien mío.
Y, no puede ser cualquier ser humano sin pecado voluntariamente dispuesto a sacrificarse, sino que debe ser más que un ser humano para tomar no solamente mi lugar, sino el tuyo también. Y así para cada ser humano. Y, para eso tendría que ser un ser humano capaz de recibir un castigo casi infinito. Y, eso no puede hacer ningún ser humano corriente, ya que solamente Dios es inherentemente infinito. Llegamos a la conclusión de que tiene que ser un ser humano que es Dios mismo. Dios encarnado.
Por eso, el sacrificio de Jesucristo tomó lugar en una cruz hace casi dos mil años. Dios encarnado, después de haber vivido una vida sin pecado, voluntariamente se ofreció en esta cruz. Aguantó allí mis dolores, mis llagas, mis penas, mis castigos merecidos. Ahí él se interpuso entre mi y la santa ira cuyo trayecto me hubiera destruido. Y la sombra de su cruz llegó a ser el refugio mío.
Dios nos pide aprovecharnos de este sacrificio colocándonos debajo de su cruz. Ahí su colera ardiente no llega y lo que sí alcanza a llegar es su amor y gracia y misericordia.
Los instructivos divinos para colocarse en el refugio de la cruz son la fe, el arrepentimiento, y el bautismo. Tan simple, pero aun así cuesta para muchos hacerlo. Cuesta para otros quedarse allá. La tentación de salir del refugio y volver a exponerse a la ira que viene es demasiado.
Seamos inteligentes. Es el momento de colocarse en el refugio y no salir nunca. Más bien, estando refugiado en esta sombra, tu deseo debe ser el de agradecerle a Dios por su maravillosa y sorprendente provisión; proclamando también su invitación a los demás.